Unísono: la música como experiencia colectiva

En este texto me propongo explorar la dimensión normativa de la música en diversos contextos que se sirven de ella para organizar, canalizar y normar a un cuerpo social para un fin determinado. En particular exploraré el fenómeno de escuchar música en colectivo. Ello con la finalidad de trazar un puente entre el derecho y la música, dos campos que prima facie parecen no coincidir, pero que desde el punto de vista de la normatividad del lenguaje -en este caso el musical- tienen una posible afinidad. Una advertencia previa: este texto no pretende servirse de precisiones técnicas mayúsculas, sino ser una exploración en abstracto de ciertas intuiciones, por lo que está abierto a críticas y mejoras.

Lo que yo llamo la “normatividad de la música” busca informarnos sobre en qué sentido la música nos da razones para actuar y norma nuestras acciones en un contexto social dado. Por ejemplo, en un partido de futbol el canto de las “porras” genera un sentido de unidad entre los aficionados de un equipo y sirve como mecanismo de regulación de la masa orientada hacia un mismo fin: apoyar a su equipo (o atacar al otro). El canto de un himno nacional en una ceremonia de Estado homogeniza a los presentes a adoptar una actitud solemne y de respeto. En una manifestación las canciones de protesta expresan consignas compartidas por los manifestantes y los lleva a actuar de forma coordinada. En algunos ritos religiosos el canto es una parte fundamental que se usa para marcar pautas dentro del mismo. En este sentido, la música ejerce poder sobre el cuerpo social al mismo tiempo que éste se apropia de ella, pues es la misma masa la que hace la música. No hay porra sin aficionados que la cante, y una afición no es lo mismo sin porra.

Si bien a esto no le podríamos llamar estrictamente “normatividad”, dado que la música en dichos contextos no necesariamente prescribe conductas, sí tienen la capacidad de coordinar a un grupo de personas que de otra forma estaría desordenado, por lo que es relevante subrayar el carácter social de este fenómeno. En su libro Règles de la méthode sociologique, Durkheim define a “lo social” por su exterioridad con respecto a la mente individual y por su acción coercitiva sobre las mentes individuales. En estos términos, la música en tanto que fenómeno social puede tener una “acción coercitiva” sobre los individuos.

No obstante, es probable que donde surgen estos fenómenos los grupos de personas ya tenían la convicción de converger para un fin previamente determinado, ya sea que las circunstancias lo dictaran implícitamente (un partido de futbol), se haya fijado explícitamente (convocatoria para marchar el 8M), o ambos.  Es relevante subrayarlo porque, la música, entonces, serviría como medio para canalizar un mensaje que su vez refuerza las normas implícitas de una congregación, pero no aquello que “norma” la conducta en sí.

A pesar de lo anterior, puede que exista un caso donde el elemento que regula la conducta de un grupo es la música en sí: los conciertos. Generalmente, el motivo por el cual la gente atiende a un concierto es para experimentar la música en vivo y en grupo, en oposición a como lo hacemos la mayor parte del tiempo ahora: solos y mediante plataformas de streaming. Es decir, es una actividad social y como tal la rigen ciertas normas. Pero más allá de las normas sociales que rigen cualquier congregación de personas, en los conciertos se vive la un fenómeno adicional: cuando un grupo (generalmente grande) de personas se reúne para escuchar música en vivo, éstas suelen adoptar la forma de masa, es decir, el individuo se enajena (con ayuda de ciertas sustancias quizás), se difuminan las líneas entre el yo y el otro, e impera una conducta homogénea.

Esta suele ser una experiencia extática y eufórica donde el cerebro libera mucha dopamina, pero no solo el de una persona, sino (probablemente) el de todos los presentes, por lo que el éxtasis se vuelve colectivo y así las personas se olvidan de su existencia individual por un momento. En estos casos la música es el medio y el fin: la experiencia colectiva de escuchar música pone a las personas en sintonía unas con otras precisamente en virtud de que están escuchando -o sintiendo- esa música. Aquí quizás se puede encontrar en su mayor expresión la “normatividad de la música”, pues es precisamente la música la que dicta la conducta de las personas en esos breves momentos. Si la canción es triste, todos se mueven más lento o incluso lloran, pero si es un ska¸ se forman en círculos y se empujan entre sí dentro de ellos sin ningún tipo de comunicación ni coordinación adicional. A la par ocurre otro fenómeno: se “endiosa” al artista. El público “venera” a las personas arriba del escenario y busca proyectar cualidades sobrehumanas en ellas. Los mismos artistas testifican que tocar conciertos en vivo se siente como una especie de adoración.  

Por otro lado, los conciertos pueden tener una carga política también, y representar en sí una forma de protesta o manifestación de identidad colectiva, lo cual le añade otro nivel de “normatividad”. Un ejemplo clásico es lo que sucedió en Woodstock de 1969, que pasó a la historia como el epítome del movimiento hippie en medio de un Estados Unidos dividido por la guerra de Vietnam y el rechazo de un modelo económico basado en la industria militar. Los conciertos que se dieron en los cuatros días que duró el festival estuvieron cargados de significado político: amor, paz, drogas y disidencia de la mano de grandes artistas de la época como Jimmy Hendrick y Janis Joplin – debidamente glorificados como sería de esperarse. En este festival -como en otros– las personas acudieron a la música en vivo como forma de expresión de sus ideales e identidad, lo cual refuerza la noción de que la música tiene la capacidad de normar la conducta de las personas en ciertos contextos, en virtud del significado que esas mismas personas le atribuyen y en la medida en que la hacen suya.

En suma, la música como experiencia colectiva tiene una dimensión normativa que surge del ser una actividad social donde los individuos se enajenan y adoptan el comportamiento de masa que, a su vez, responde a la música que escucha. Adicionalmente, dicha música puede contener un mensaje político, ser una forma de protesta o representar un movimiento de disidencia. La “acción coercitiva” de la masa por la música es extática quizás por el hecho mismo de ser una experiencia comunal, pues al persona se siente parte de un todo que se mueve al unísono de la misma canción.

Aún cabe la duda de si la música es en sí lo que norma la conducta o si son las circunstancias-tanto implícitas como explícitas- las que dictan las normas, y la música solo un medio más para reforzarlas o comunicarlas. Entonces cabe preguntarse: ¿por qué la música y no cualquier otro medio? Aquí podríamos averiguar si la música de hecho tiene la capacidad de regular a las personas. ¿Será por su capacidad socializadora, la facilidad con la que transmite un mensaje, o una cualidad intangible que no logro poner en palabras? Posiblemente lo último…

Los bemoles de la apropiación cultural

En la sesión del viernes 12 hablamos sobre la apropiación cultural y sus intersecciones con el mundo jurídico. Los textos de Fernando y Arantxa exploran un rango de temas desde géneros musicales que surgieron en contextos marginalizados y acabaron siendo explotados por la industria – negando e invisibilizado sus orígenes y neutralizado su potencial mensaje subversivo – hasta la resignificación de términos racialmente cargados “desde afuera” y a través de la música.

En la lectura y discusión de los textos inevitablemente encontramos diversas tensiones: cuestionamos la validez del esquema tradicional (y occidental) de propiedad en el contexto de creaciones artística e intelectuales; nos preguntamos quién está legitimado para resignificar un término históricamente discriminatorio; encontramos que “la industria” no siempre es el enemigo del arte, pues la masificación de la cultura puede ser benéfica desde el punto de vista de la “democratización” de acceso a la misma.

Al hablar de apropiación nos centramos en su contexto jurídico, y dentro de este, el de la propiedad intelectual, que invita a un debate polifacético: por un lado, está el argumento de que las creaciones colectivas no deberían de ser explotadas o aprovechadas por individuos en lo particular, más aún si se hace a costa del desconocimiento de los grupos o comunidades que han contribuido a ellas. Aquí cabe el cuestionamiento de la noción jurídica y occidental de “propiedad” sobre ideas y creaciones, y una invitación a mirar hacia otras tradiciones. Por ejemplo, en la tradición china antigua, el concepto de originalidad no existía; en cambio se valoraba la capacidad de una obra de transmitir la energía vital o “chi”.

No obstante, desconocer cualquier clase de titularidad también puede ser peligroso, porque si no te puedes ganar la vida con lo que creas como artista, incluso después de estudiar o trabajar muchos años, hay un potencial desaliento para quienes piensen dedicarse al arte. Ello en detrimento de la sociedad y la cultura en general, -e incluso de la libertad de expresión- pues si solo valoramos las creaciones materiales -fetichismo mediante- ¿qué lugar le estamos dando a los artistas, a los filósofos y pensadores, y en general a las personas que viven de la creación de ideas y obras de arte?

Al discutir sobre la resignificación a través de la música encontramos que es un arma de doble filo, pues la legitimidad de las aseveraciones depende hasta cierto punto de la posición que guarda la persona con la lucha que se busca reivindicar. Resignificar “desde fuera” (sin ser objeto de la opresión) o “desde adentro” (como parte del grupo históricamente oprimido) tiene connotaciones muy distintas. Hasta cierto punto, porque el lenguaje tiene muchas funciones y sobre reglamentarlo en amparo de una “political correctness” que no parece tener límites puede resultar contraproducente.

En fin…que esta nota les sirva como invitación a rascar esas inquietudes que los textos les dejen.

La mejor canción de la historia es Bad Habit de Foals

Cause if I go where the flowers grow

Into the deep below oh, would you forget me now?

And if I could take the pain away, wash the stains away

Oh, would you forgive me now?

Bad Habit – Foals

La virtud de la música, como cualquier arte, está en su subjetividad, por lo que categorías como “la mejor canción de la historia” son contrarias a su esencia, pues requieren convenir sobre estándares “objetivos” para calificarla como mejor o peor. La belleza de la música está en su universalidad, que no es nada más que la capacidad de conectar con cada persona y cautivarla desde su particular experiencia humana. La música es una expresión de nuestra humanidad, por lo que juzgarla como mejor o peor resulta una tarea hasta cierto punto fútil que nos aleja de lo que la música realmente aporta.

Por otro lado, esta pregunta presenta un problema epistemológico: es poco probable que una sola persona puede llegar a conocer toda la música que existe. Por ende, la respuesta que se dé a esta pregunta estará no solo afectada por la subjetividad de quien la conteste, sino también limitada por su experiencia. No obstante, la pregunta es útil en otro sentido, pues nos arroja luz sobre la experiencia y valoraciones subjetivas que alberga cada persona. En este sentido, la respuesta a esta pregunta no puede ser más que personal.

Ahora, si desde mi subjetividad tuviera que definir que hace a una canción mejor que otra, diría que es su capacidad de humanizarnos y acercarnos a esas partes más sensibles de la experiencia, al mismo tiempo que expresa de una forma inédita algo que (quizás) ya se sabía, pero no había encontrado cause. En una capa adicional, más cercana, diría que la mejor canción del mundo también es aquella que no importa cuantas veces la escuches, su mensaje sigue teniendo la misma resonancia que cuando la escuchaste por primera vez. Escucharla es una experiencia incesantemente generosa; nunca se cansa de dar. Es algo similar al amor a primera vista, excepto que ésta no se desvanece con el paso del tiempo. Perdura y se fija en algún lugar de nuestro hipotálamo para volverse una fuente infinita de inspiración, alegría, calma, o algo más (eso que siempre obtuviste de la música y de nada o nadie más).

Desde esta perspectiva “la mejor canción de la historia” (por hoy y para mí) sería “Bad Habit” de Foals, pero mañana bien podría ser otra, aunque no cualquier otra, porque no todas las canciones se han quedado tatuadas en alguna parte de mí. ¿Por qué esa canción? Por un lado, por lo que me dice. Bad Habit es una canción que habla de la frustración que viene de saberse eternamente falible tras haber lastimado, corroído y saboteado, como un vicio que no cede. Es volverse el villano de la propia historia, y no uno vencedor. Es tener certeza de nuestras vulnerabilidades y la imposibilidad de cambiarlas. Sin embargo, también habla (quizás con mayor vehemencia) de que aun en esa desesperanza, existe la posibilidad de encontrar perdón, principalmente de una misma. Y con el perdón, el cambio, la esperanza. Es una canción sobre encontrar redención dentro de sí. Por otro lado, elegí esta canción por cómo se siente. Cuando la escucho, invariablemente siento que me libero un poquito de mi incomprensión y pequeñez, que veo a mis miedos a la cara sin tener que huir. Siento que la canción “me entiende” y eso se siente muy bien. Es una experiencia generosa, consistente y liberadora. ¿Qué más esperarías de la mejor canción del mundo?

Hasta aquí mi embrollo.