Creación sonora: de normatividad y música

Tanto la música como el derecho tienen la capacidad de crear mundos. El lenguaje que utilizan es normativo, no solamente por su capacidad para prescribir conductas, sino por su poder para constituir realidades. Vivimos en un mundo que se crea constantemente a partir de las letras que oímos, las melodías que percibimos, las leyes que nos rigen y los ordenamientos que toman vigencia en sociedad. Nuestro mundo como edificación humana, el derecho como los planos para construirlo y la música como la resina que mantiene unidos los ladrillos.

Luisa nos toma de la mano y nos invita a comprender, desde su perspectiva, qué es la “normatividad” de la música. Más allá de las letras, la melodía y el ritmo, la música tiene la capacidad de despertar emociones colectivas que nos llevan a actuar en masa. Los movimientos coordinados que provocan que el slam se convierta en un cuerpo formado por miles de células que se mueven al unísono. La artista pide a su público una acción, un aplauso, un canto. El público contesta desde el entendido de que su ser ya forma parte de una creación mucho más grande: es el público, no las espectadoras. Se escucha el canto a la espera de un gol. El deseo es unívoco. Las personas que asisten al estadio se desprenden de su ser individual para ver nacer a la afición. Las porras se escuchan al unísono, casi como si vinieran de un solo cuerpo. Las manifestaciones plagadas de cánticos, enojo y rabia. Se desbordan emociones que solo cobran sentido en conjunto, en masa. La rabia colectiva solo existe en función de la unión de células. Es la ira que se siente al unísono. Tanto la música como el derecho tienen la capacidad de crear nuevos órganos, nuevos colectivos, nuevas entidades, nuevas realidades.

Si la persona lectora no se deja convencer de que es la música lo que moviliza de manera coordinada al colectivo y solamente puede admitir que es un medio de comunicación de las reglas prexistentes, la autora pregunta por qué, entonces, utilizamos la música y no cualquier otro medio como herramienta de propagación de ciertas normas sociales.  Luisa nos permite ver que, para ella, más allá de la capacidad socializadora de las notas, las letras y el ritmo, la música tiene una cualidad intangible que no podemos explicar, solo la podemos sentir.

Alejandro nos invita explorar la existencia del lenguaje normativo en la música desde otra perspectiva: cómo es que las grandes artistas han utilizado (o ignorado) las normas de creación musical para dar vida a sus obras. El autor nos permite ver que, si bien no hay reglas escritas por una legisladora, hay normas que son concebidas por las músicas, las artistas y las críticas. Nos lleva a ver cómo Kreisler, Heifetz, Coltrane y Mozart han utilizado (o desutilizado) las normas existentes para transformar notas en piezas que trascienden. ¿Qué hace grande a una artista? ¿Será su capacidad para utilizar las reglas musicales y así crear piezas impecables, estructuradas y “perfectas” o su rebeldía para salirse de ellas y navegar por un mar desconocido en búsqueda de frescura, innovación e “imperfección” sonora? Sin dar una respuesta concluyente, Alejandro nos deja ver que ambas categorías de grandes artistas parten de un lugar común: todas conocen las reglas. Las puristas las utilizan para crear, las rebeldes las ignoran desde un lugar consiente.

Para concluir, Alejandro coloca una pregunta sobre la mesa: ¿qué es lo que pasa cuando el lenguaje normativo -sea en la música o en el derecho- se vuelve inteligible, al punto de no permitir que el ancho social conozca las reglas? Las grandes maestras musicales se guardan en un conservatorio y aquellas que pueden desempeñar las funciones jurídicas aparecen trajeadas en un despacho en Santa Fe, detrás de un escritorio en una universidad privada o plasmando en sus sentencias párrafos kilométricos plagados de comas con palabras rimbombantes.

El mundo se crea a partir del lenguaje. Si el lenguaje no es accesible, se reduce el número de personas que pueden participar en las esferas sociales, se levantan los muros de concreto, se encierran las juristas en una realidad que está en función solamente de ellas. Si el lenguaje no es accesibles, el número de personas que pueden participar en los espacios comunes se limita. La realidad se convierte en una caja de resonancia. Todas se ven, piensan y existen desde una realidad homogénea. El lenguaje del derecho no se vuelve obsoleto cuando falla, se vuelve obsoleto cuando no está al servicio de la colectividad.